Hace 33 años, viajando por la provincia de Soria en dirección a San
Pedro Manrique, ese pueblo que celebra la noche de San Juan caminando
descalzos sobre las brasas, al cruzar el puerto de Oncala me encontré el
rodaje de una película.
Entre las personas que iban y venían estaban
muchos de
los actores más conocidos de nuestro cine: Agustín González, Luis Ciges, Manuel Aleixandre, Chus Lampreave… Pregunté de qué trataba la película. “¿Ves ese pueblo de ahí?” —me señalaron el que se veía cerca de nosotros, una aldea de no más de 30 casas; era Oncala—. Eso es Londres después de la explosión nuclear”. Los admiradores de José Luis Cuerda habrán reconocido ya el argumento de Total, la primera película de una trilogía que culminó Amanece que no espoco, para mí una de las dos o tres películas imprescindibles del cine español, pero en aquel momento yo no sabía quién era Cuerda y el argumento me pareció una boutade, la trama de otra españolada infame de las muchas que por entonces poblaban nuestras pantallas de cine.
los actores más conocidos de nuestro cine: Agustín González, Luis Ciges, Manuel Aleixandre, Chus Lampreave… Pregunté de qué trataba la película. “¿Ves ese pueblo de ahí?” —me señalaron el que se veía cerca de nosotros, una aldea de no más de 30 casas; era Oncala—. Eso es Londres después de la explosión nuclear”. Los admiradores de José Luis Cuerda habrán reconocido ya el argumento de Total, la primera película de una trilogía que culminó Amanece que no espoco, para mí una de las dos o tres películas imprescindibles del cine español, pero en aquel momento yo no sabía quién era Cuerda y el argumento me pareció una boutade, la trama de otra españolada infame de las muchas que por entonces poblaban nuestras pantallas de cine.
No tardé en darme cuenta de que no lo era. Cerca de allí, mientras
continuaba hacia San Pedro Manrique, comencé a ver pueblos abandonados,
algunos de ellos en total ruina. Y no eran pocos ni muy pequeños. Al
revés, los había con casonas solariegas, lo que delataba su antigua
prosperidad. Eran los pueblos de la antigua Mesta, que se habían venido
abajo al cambiar el viento de la historia, que ahora soplaba en una
dirección distinta. Y que semejaban pequeños Chernobiles, lugares
dinamitados por la explosión nuclear que rodaba Cuerda cerca de allí.
Aquella tarde se empezó a formar en mi conciencia el embrión de una
novela que no tardaría en escribir después de recorrer media España
visitando aldeas deshabitadas como aquellas de la remota Soria.
En las tres décadas que han transcurrido desde aquel día, los pueblos
españoles deshabitados se cuentan ya por millares. Incluso hay comarcas
enteras convertidas en cementerios demográficos, con densidades de
población menores que la de Laponia. Toda la España interior, con la
salvedad de las capitales de provincia y de algunas cabeceras de
comarca, no todas, camina hacia la despoblación total, como describe en
su impresionante libro La España vacía Sergio del Molino, un
ensayo sobre la desaparición de un mundo, el de la España rural e
interior, que debería servir de reflexión a todos los españoles, no sólo
a los que sufren ese fenómeno. Porque la explosión nuclear que se está
produciendo allí es una tragedia económica y cultural que deja corta a
la de Total, aquel filme que yo creí que era una boutade y que hoy tengo por premonitorio.
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